Cuando pensamos en los inicios del cine seguramente lo primero que se nos venga a la mente es una imagen de los hermanos Lumière, pero lo cierto es que hay otro nombre al que hay que referirse. Thomas Edison patentó, en 1891, el kinetoscopio, y en 1894 ya lo exhibía públicamente, un año antes de que los hermanos Lumière hicieran lo propio con el cinematógrafo. ¿Por qué, si Edison exhibió el kinetoscopio un año antes, no se le considera (al menos no popularmente) el inventor del séptimo arte?
La respuesta viene dada por el hecho de que el kinetoscopio de Edison era una experiencia en primera persona, una experiencia al cien por cien individual, sin ningún parecido con la idea que tenemos hoy día de ir al cine. Era un invento cuyo fin era la visión de bandas de imágenes. Estaba formado por una caja de madera vertical de un metro de altura con un orificio en la parte superior con una lente. Para ver la película, se debía girar una manilla y así hacer que los rodillos iniciaran el movimiento por los que corría el rollo de película con las imágenes. Por tanto, su mecanismo era muy diferente al de un proyector, ya que solo una persona podía contemplar a través de esa mirilla las imágenes generadas por el movimiento del celuloide. Sin embargo, los hermanos Lumière crearon con el cinematógrafo algo que Edison pasó por alto: una experiencia colectiva. De esta forma, la historia del cine como la conocemos, como espectáculo, comienza con la primera proyección de los hermanos Lumière con su cinematógrafo el 28 de diciembre de 1895 en el Gran Café de París (Boulevard des Capucines, número 14). Siempre ha habido algo mágico en torno a reunirse como comunidad alrededor de espectáculos en directo de cualquier índole, incluido el cine como evento. La práctica de ver una película en la gran pantalla y compartir esa experiencia es algo que, a pesar de los altibajos (con una pandemia mundial incluida), parece destinado a no desaparecer. Una sala, un proyeccionista, un apagado de luces y una mirada común hacia la gran pantalla, hacia aquello que está por descubrir.
Encontramos fascinación al reír, llorar, emocionarnos o incluso pasar miedo al mismo tiempo que otras personas con las que no nos une nada en el día a día, pero sí en ese momento, sí en esos minutos que compartimos. Se deja de lado la individualidad, al menos por un par de horas, y se entra a formar parte de algo más grande de lo que podemos llegar a imaginar. Ese espacio ejerce un efecto cautivador, muchas veces incluso terapéutico, una ilusión con la que el espectador, de manera conjunta, se compromete. Se introduce en el misterio, la comedia, el drama, o cualquiera de los géneros que dan forma a una obra audiovisual. A pesar del fuerte impacto de la experiencia individual hoy en día, traída desde hace años por las nuevas tecnologías y plataformas que nos permiten disfrutar del contenido en nuestros móviles, ordenadores o tablets, entre otros dispositivos, está claro que aún no ha llegado el momento de la muerte del cine, al menos no como muchos se aventuraron a expresar. Seguimos buscando (y encontrando) esa magia a la hora de vivir una experiencia colectiva viendo una película en pantalla grande. Por ello, está claro por qué el cinematógrafo de los Lumière le ganó la partida al kinetoscopio de Edison, el público ya en 1895 se dio cuenta de lo emocionante que era quedar para ir a un lugar común, sentarse y disfrutar de un espectáculo que sigue dándonos alegrías como sociedad.